domingo, 18 de octubre de 2009

La vie parisienne.



Aterricé un 9 de septiembre con cuatro maletas y la incertidumbre pintada en la cara. De eso hace ya un mes y medio y de las dudas iniciales, ni rastro. Una vez pasado el círculo burocrático sin fin, el abrazo mortal parisino, todo ha sido mejorar. Hemos aprovechado hasta el último segundo de buen tiempo y cómo lo hemos agradecido, sobre todo ahora que el frío empieza a asomar la carita. Han pasado tantas cosas en tan poco tiempo que ya he olvidado algunas; curiosamente echo de menos cosas que jamás imaginé y ni me he acordado de otras que me parecían imprescindibles. He conocido gente que espero guardar para siempre y me estoy acostumbrando a vivir en una ciudad donde adoran el papeleo de manera enfermiza, odian el dinero en efectivo y pese a ser la ciudad más visitada del mundo no cuidan nada a sus turistas. Eso sí, tienen por costumbre regalarse flores sin ser un día especial, comen dulces de los que desconozco hasta el nombre y cada calle parece la protagonista principal de una postal. Nunca ha sido más mentira eso de me tomo una cerveza y me voy que desde que estoy aquí, y temo que a final de año seré toda una experta en vinos de módico precio. Me despierto y no sé dónde voy a acabar el día, se acumulan cientos de planes y descansar se ha convertido en un placer relegado al último día de la semana, para coger fuerzas y vuelta a empezar. No te gustará saber que los chicos franceses son guapísimos y que pese a tus deseos, aún no se han extinguido. Pero no importa, a pesar de no tener ni un segundo libre, de vivir en una ciudad mágica, y de que tú seas desde hace tres semanas el ingeniero más ocupado del mundo me sigues encantando porque contigo todo ha sido fácil desde el principio, sin condiciones, sin complicaciones. Y que sí, que me muero de ganas de volver para recordarte por qué todo es posible.