Enero se fue de puntillas y apenas me enteré. Volví de París, agotada, con la sensación de haberme dejado allí una parte de mí y los días acabaron por convencerme de que es mucho mejor así. Paseé a orillas del Sena, compartí una chocolatina con un taxista, pronuncié mi número de móvil en inglés y en francés, y tuve que reconocer que sí, que en el fondo me gusta como suena le français. Paseé toda una tarde bajo la lluvia y me sentí más niña que nunca cuando encontré la foto más bonita del mundo, allí colgada, gritándome que te la trajese. Y te la traje. Perdí al tenis pero me hice imbatible en las carreras, no tengo rival como piloto. Hice mil planes y por primera vez, no cumplí ni uno solo. Descubrí que allí los chinos no son tan chinos, que los franceses borrachos son un coñazo y que el pain au chocolat no es más que una napolitana de chocolate con mejor sonoridad. Comprobé con asombro que el metro cierra más tarde los fines de semana, y que el vino en botella sabe mejor. Que allí todo sabe dulce, beben cerveza de frambuesa, agua con sirope de melocotón... y París me supo a ti mientras dormía la siesta sobre tu colchón. Me sorprendí de lo distintas que eran ahora nuestras vidas y se me ocurrieron mil motivos más que añadir mientras sonaba Wonderwall una y otra vez. Tomé aire, respiré hondo e hice un pulso cabeza y corazón para descubrir que el egoísmo es inherente a algunos seres humanos. Volví a perder el control como he perdido la capacidad de entender, si es que alguna vez la tuve, y me quedaron cosas por decir, pero menos. No quieres (dejarme) descubrir si la distancia hace el olvido. Cargué las pilas, disfruté de una ciudad llena de locos y dejé mil cosas por hacer. Para la próxima.
Ya lo sabes, te espero la primera semana de marzo...